«Se admitía que España produjera algún artista genial, tal cual poeta melenudo y gesticulante danzarín de ambos sexos, pero se refutaba absurda la hipótesis de que surgiera en ella un verdadero hombre de ciencia».
El científico español Santiago Ramón y Cajal se lamentaba así, en Recuerdos de mi Vida, del prejuicio que existía en Europa hacia la investigación desarrollada en España. Este prejuicio era algo perfectamente comprensible, ya que la contribución hispana al desarrollo de la ciencia brillaba por su ausencia. La reticencia inicial a los descubrimientos de Ramón y Cajal contrasta con la repercusión que tuvieron a la hora de estudiar la relación entre la mente y el cerebro. La obra científica de Cajal es la base sobre la que se apoya la Doctrina Neuronal, que nos dice que los procesos cerebrales son el resultado de la transmisión del impulso nervioso entre las células que componen el cerebro, es decir, de la comunicación entre neuronas.
En la historia del desarrollo científico no hay figuras imprescindibles, sino que la ciencia evoluciona gracias a los esfuerzos anónimos de mujeres y hombres que sumados nos ayudan a desentrañar lentamente los secretos de la Naturaleza. Existen, sin embargo, nombres propios que por su capacidad de ver más allá producen una revolución en su área de investigación. No es una osadía decir que Cajal es uno de ellos; se le considera el neurohistólogo más grande de todos los tiempos. Por eso consigue algo impensable a principios del siglo XX: que científicos europeos aprendan español para poder leer la obra de Cajal en su idioma original. Si contaba con una mente genial es algo que él, en sus numerosos escritos, se encargaba de negar una y otra vez. Cajal achacaba el fruto de sus descubrimientos a una infatigable fuerza de voluntad que surgía de la pasión por la naturaleza y de un gran amor por una patria en decadencia. Inconformismo, testarudez y rebeldía eran otros ingredientes que aliñaban sus fibras nerviosas.